Aquí encontraran comentarios sobre cine, sobre el BAFICI, mis trabajos literarios y muchos randómicos pensamientos. ¿Por qué "Oda a la melancolia"? Por esos momentos del arte, que son a la vez tristes y bellos. Las perdidas que dejan una huella. Y sobre todo, por la bella oda de John Keats, donde la melancolia es cuestionada y no es celebrada. Porque no debe ser el instalarse en el dolor. Porque debemos enfrentar nuestra realidad y terminar con aquello que nos frena.

lunes, abril 23, 2018

La poesía como una forma de la empatía por Claudia Masín


La poesía como una forma de la empatía
por Claudia Masín

Cuando me invitó a este Festival[1], Mariano Quirós me pidió que abriera este encuentro hablando de lo que quisiera. Inmediatamente se me ocurrió de qué quería hablar. Quería hablar de la empatía. De las relaciones entre la poesía y esa capacidad tan rara, tan extraordinaria, que puede hacer que los seres humanos, por lo general tan autocentrados, nos salgamos de nosotros mismos, nos convirtamos –al menos por un rato- en otro, en algo o alguien distinto. Fíjense en algunas de las definiciones de empatía: “Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de otra persona.” Participación afectiva. Nada menos. Participar en los afectos, en aquello que siente alguien que no soy yo. Otra definición que encontré es menos ambiciosa: “La empatía es la intención de comprender los sentimientos y emociones de otra persona.” La intención. Me conmovió esa palabra. Porque hace foco en un elemento: la empatía no es natural ni dada. Es difícil. Es algo a lograr. Requiere un esfuerzo, una intención consciente. Recién a partir de esa intención es que –con suerte- podremos lograr esa participación afectiva de la que habla la primera definición, mucho más optimista, por cierto. La empatía está, a mi juicio, en directa relación con otra capacidad, la de la compasión. No la compasión entendida como gesto paternalista o condescendiente, no la prerrogativa del privilegiado ante aquel menos afortunado, no. La compasión como gesto revolucionario: como la actitud de un ser vulnerable, sometido a la enfermedad, al dolor y a la muerte, ante otro ser en las mismas condiciones. La compasión, precisamente, como lo opuesto a la fantasía de ser indestructibles, de estar a salvo, porque ¿quién es indestructible, quién está a salvo? Escribe John Berger: La compasión no tiene lugar en el orden natural del mundo, que opera sobre la base de la necesidad. Las leyes de la necesidad son tan inexorables como las de la gravedad. La facultad humana de la compasión se opone a este orden, y por consiguiente, es mejor considerar que hasta cierto punto es sobrenatural. Olvidarse de uno mismo, por más brevemente que sea, identificarse con un desconocido hasta el punto de reconocerlo, supone desafiar la necesidad, y este desafío, aunque sea mínimo y callado (…) entraña una fuerza que no se puede calibrar según los límites del orden natural. No es un medio y no tiene fin” Es decir, la compasión no tiene nada que ver con lo natural, con lo dado: es sobrenatural, es revolucionaria. Modifica nuestro mundo y el de aquellos con los que entramos en contacto. Crea la posibilidad de un vínculo con el otro que no esté montado en la propia supervivencia, en el propio interés, en la voracidad y el egoísmo del yo. ¿Y qué tiene todo esto que ver con la escritura, y particularmente con la escritura de poesía? Lo que les quiero proponer es pensar a la literatura, y en especial a la poesía, como ese terreno sobrenatural que rompe con los mandatos, no sólo los culturales: los de la especie misma. La empatía y la compasión son, a mi juicio, la condición de posibilidad de la escritura poética. Uno de los ejes, creo, de la escritura poética, es la operación por la cual resultan abolidas en ella las “jerarquías” –lo que nos es presentado desde muy temprano en la vida como lo digno de amor, lo merecedor de rechazo, lo importante, lo inútil, lo feo, lo bello-. Pero hay otra posibilidad que abre el discurso poético: la de fusionarnos con lo mirado hasta confundir los límites entre el yo y lo otro, hasta volvernos indiscernibles de lo que ha sido visto, tocado, oído, experimentado a través de los sensorialidad. La materia ajena –la animada, la inanimada- desde esta perspectiva podría dejar de ser ese bloque rígido, impenetrable, con el que no podemos establecer verdadera intimidad, sino que se convertiría en traspasable, con esa potestad que tiene la palabra poética para desafiar lo convencionalmente aceptado como imposible. Escribe Bachelard: “la imaginación no es otra cosa que el sujeto transportado dentro de las cosas”. Yo agregaría que existe otro movimiento, más poderoso incluso que el de la imaginación, aunque está sostenido por ella, que tiene que ver con esa fusión de la que hablaba. Ya no verse transportado dentro de las cosas sino ser una con ellas: esa operación del lenguaje y de la sensibilidad que realiza Juan L. Ortiz volviéndose él mismo líquido para poder ser atravesado por el río. Esa es, para mí, la materia sensible que toma cuerpo en el poema: la que tiene la capacidad –y el deseo- de volverse contra sí misma, no para aniquilarse sino para transmutar, para salir de su caparazón, para tener la experiencia sensorial de otro ser. Yo creo que la base de la compasión, como la de la poesía, es la imaginación. La imaginación, escribe el poeta Percy B. Shelley en su famosa Defensa de la poesía, “amplía la mente misma convirtiéndola en el receptáculo de un millar de combinaciones subliminales del pensamiento. La poesía levanta el velo que cubre la belleza oculta del mundo y hace aparecer los objetos familiares como si no lo fueran. El gran secreto de la moral es el Amor, o bien un salir de nuestra propia naturaleza para identificarnos con la belleza que existe en un pensamiento, acción o persona ajenos. Un hombre, para ser excelso, debe imaginar intensa y comprehensivamente, debe ponerse a sí mismo en el lugar de otro y de muchos otros, debe aceptar como propios los placeres y dolores de toda su especie. El gran instrumento del bien moral es la imaginación”. El gran secreto de la moral es el amor, escribe Shelley (aquí me permitiría el sacrilegio de corregir a Shelley, yo hablaría de ética, en el sentido de que la ética no proviene del exterior, de los mandatos adquiridos, sino del interior del sujeto). Entonces, toda poética implicaría una ética: el origen de la palabra ética es precioso, viene del griego “Ethos”, que significa “morada”, “lugar donde se vive”. Y la poesía construye esa ética, esa morada, a partir, siempre, de los otros. Escribe Diana Bellessi en La pequeña voz del mundo: “Hondo en los otros, nos encontramos a nosotros mismos, hondo en nosotros mismos, encontramos a los otros. Ese parece ser el saber de la poesía”. Y en otro fragmento: “Cada uno de nosotros sabe que nada somos sin los otros y que la vida es breve y no nos deja llevarnos nada al otro lado salvo el mérito, es decir, el haberlo intentado. Y nada nos asegura la verdad pero el rostro del otro nos confirma si lo hemos sostenido o negado. Siempre es política la poesía”. Y en una entrevista a la revista Confines, insiste sobre esta idea: “Si vos escribís un poema de amor estás escribiendo un poema político, porque cómo vas a leer el amor sino desde un contexto social e histórico, desde una cartografía de relaciones que emergen de pautas culturales específicas a su vez enraizadas en factores económicos de poder y de control. No hay nada que puedas tocar sin que eso esté presente. Todo es visto a través de ese velo. Es impensable vivir sin vivir con los otros, y es imposible pensar en una subjetividad que no se construya atada, sujeta a su tiempo y a los demás; por lo tanto es impensable una escritura producida fuera de un complejo espacio social, y no atravesada en todas sus instancias por el mismo.” Diana también habla del intento que todo gesto de empatía entraña, de ese esfuerzo por tocar al otro, por dejarnos tocar por él, por dejarnos afectar, por sostenerlo y ser sostenidos por él. 
En tiempos como este, en el cual todas y cada una de las palabras que tomé como eje de este escrito están siendo sometidas –desde el discurso dominante- a un constante y consciente trabajo de demolición (empatía, compasión, política) me parece más necesario que nunca volver a traerlas al centro de la escena. Y eso, y no otra cosa, es lo que hace la poesía. Desnaturalizar los discursos cristalizados, los que dicta el sentido común, poner en cuestión las certezas de la sociedad en que vivimos, abrir el espacio para la pregunta y el misterio ahí donde hay una respuesta única y monolítica. Y por sobre todas las cosas, lo que hace la poesía –o lo que sería deseable que haga- es escuchar la voz del otro, de los otros, principalmente de aquellos y aquellas que no tienen lugar en el ordenamiento social en que vivimos, de aquellos y aquellas invisibilizados, considerados como restos, como desechos, por ser improductivos, por ser ineficientes, por resultar inútiles desde el punto de vista de la circulación de los bienes, de la generación de la riqueza, por resultar una amenaza para ese ordenamiento, por la razón que sea: su género, su origen étnico, su elección sexual, sus ideas políticas. Ellos y ellas son el corazón de la poesía, porque –como la poesía misma- con su sola existencia desafían los parámetros injustos y perversos que muchas veces tendemos a aceptar, a acatar, a tomar por válidos y ciertos. No estoy hablando de “recuperar” la voz de otros, en el sentido de hacer oír, a partir de los propios textos, a los que ya no tienen o nunca tuvieron voz, a los que no pudieron hacerse escuchar. Eso sería un ejercicio de condescendencia: suponer que quien escribe puede arrogarse la facultad de hablar por otro, cuando en realidad se trata más bien de lo contrario, de dejarse tomar, invadir, por la voz ajena, de escuchar, de ser hablados por ella.
Nuevamente recurro a Shelley: “Nunca resulta tan deseable el cultivo de la poesía como en períodos en los que, debido a un exceso de egoísmo y cálculo, la acumulación de materiales de la vida externa supera la capacidad de asimilarlos de acuerdo con las leyes internas de la naturaleza humana.” Parece escrito ayer, ¿no? Pero Shelley nació en 1792.
Sin embargo, ya entonces nos iluminaba acerca de algo que a veces seguimos olvidando: si la poesía no es desobediencia, si no es cuestionamiento de lo dado, no es nada. O mejor dicho, es otra herramienta de alienación, de sometimiento, mera repetición del discurso del Amo, o digámoslo claramente: mero palabrerío que sostiene un edificio ya suficientemente provisto de discursos que lo sostengan. Escuchemos estos dos poemas de la poeta norteamericana Sharon Olds. Creo que dicen mucho más claramente, y con mucha más belleza, desde ya, lo que estoy intentando decir acerca de la empatía, de la posibilidad de fusionarse con el otro, de la desnaturalización de los discursos dominantes que produce la poesía. En los dos hay un ejercicio de imaginación ligado a un desconocido. En el primero, el desconocido es un joven negro con el cual se cruza en el subte y su primer pensamiento está ligado al prejuicio: teme ser robada o lastimada por él. En el segundo, el desconocido es su propio padre antes de que ella misma –la poeta que escribe el texto- existiera: su propio padre cuando era un niño.

En el subte
El chico y yo estamos cara a cara.
Sus pies son enormes, dentro de las zapatillas negras
atadas con cordones blancos que forman un entramado complejo como un
conjunto de cicatrices intencionales. Estamos arraigados a
lados opuestos del vagón, una pareja de
moléculas adheridas a una barra de luz
moviéndose rápidamente a través de la oscuridad. Él tiene la
mirada fría y casual de un ratero,
alerta debajo de los párpados entrecerrados. Viste
de rojo, como el interior del cuerpo
expuesto. Yo llevo un abrigo de piel oscura, la
piel entera de un animal tomada y 
usada. Miro su cara implacable,
él mira mi abrigo de piel, y no
sé si estoy en su poder ─
él podría quitarme el abrigo con tanta facilidad, el
maletín, la vida ─
o si es él quien está en mi poder, la forma en que estoy
viviendo su vida, comiendo la carne
que él no come, como si le sacara 
la comida de la boca. Y él es negro
y yo soy blanca, y sin intención ni 
propósito debo aprovecharme de su oscuridad,
de la misma manera en que él absorbe las vigas asesinas del
corazón de la nación, como el algodón negro
absorbe el calor del sol y lo retiene. No hay
manera de saber lo fácil que 
me hace la vida esta piel blanca, 
esta vida que él podría quitarme con tanta facilidad 
quebrándola contra su rodilla como un palo así como 
quiebran su espalda, la 
vara de su alma que cuando nació era oscura y
líquida y rica como un brote
listo para impulsarse hacia cualquier luz disponible.

Poema tardío a mi padre
De pronto pensé en ti
de chico en esa casa, los cuartos sin luz
y la chimenea caliente con el hombre frente a ella,
silencioso. Te movías a través del aire pesado
en tu belleza, un niño de siete años,
indefenso, inteligente, había cosas que el hombre
hacía a tu lado, y era tu padre,
el molde del que estaba hecho. Abajo en el
sótanos, los barriles de manzanas dulces,
recogidas del árbol bien maduras, se pudrían y
se pudrían, y más allá de la puerta del sótano
el arroyo corría y corría, y algo no te fue
dado, o algo te fue
quitado, algo con lo que habías nacido, de modo que
aún a los 30 y 40 te llevabas
cada noche la medicina aceitosa a los labios para que te ayudara
a caer en la inconsciencia. Siempre pensé que
el punto era lo que nos hiciste a nosotros
como hombre grande, pero después recordé a aquel
niño formándose delante del fuego, los
pequeños huesos dentro de su alma
retorcidos y rotos desde el tallo, los pequeños
tendones que sujetaban el corazón en su lugar
se quebraron. Y lo que te hicieron
tú no me lo hiciste. Cuando te amo ahora,
me gusta pensar que le estoy dando mi amor
directamente a ese niño en el cuarto del fuego,
como si pudiera llegarle a tiempo.

En estos dos poemas conmovedores, Olds anula las convenciones, las destroza, en primer lugar las convenciones de tiempo y de espacio, los poemas transcurren en una escena, real o imaginada, pero también transcurren en una temporalidad suspendida, en un escenario desconocido: el tiempo, el espacio donde se sucede la vida de otra persona. Estos poemas logran –como solo la poesía puede lograrlo- lo imposible: entrar en la vida de esa otra persona sin abandonar la propia, es decir, consigue alcanzar un grado asombroso de empatía, eso que nombrábamos al principio como la “Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de esa otra persona.” Y en estos poemas se produce también, y con esta idea quiero terminar, otra de las operaciones alquímicas que produce la poesía: transformar –como dice el budismo- el veneno en medicina. Hay un gesto de restitución. Comprendiendo la vida del otro, entrando en ella es posible deponer el odio, el miedo, el desprecio, la distancia que separa. Es posible reparar lo roto y volver a la vida lo que creíamos destruido. Pero para que ese movimiento de reparación sea posible es necesario el coraje de mirar al otro, de escuchar al otro, y no solo de mirarlo, de escucharlo, de animarnos a entrar en su dolor y descubrir una cosa que puede cambiarnos la vida: su dolor no es diferente del nuestro. Quizás, incluso, su dolor es mucho más intenso aunque no se muestre ni se diga. Quiero terminar este texto con otro poema, se llama “Letanía de la supervivencia”, es de la poeta Audre Lorde y es un llamado a seguir hablando, a seguir escribiendo, en tiempos donde las voces disidentes son acalladas mediante la censura, la persecución o la muerte. Dedico la lectura de este poema a Santiago Maldonado, a Rafael Nahuel y a todos y todas los que mueren cada día en nuestro país porque el Estado ha decretado que es tiempo de cacería y que es legal y necesaria la muerte de los más vulnerables, de los menos favorecidos.

Letanía de la supervivencia
Para aquellas personas que vivimos en la orilla
sobre el filo constante de la decisión,
cruciales y solas,
para quienes no podemos abandonarnos
al sueño de la elección,
a quienes amamos en los umbrales,
mientras vamos y volvemos, 
en las horas entre amaneceres,
mirando hacia dentro y hacia fuera,
al tiempo antes y después,
buscando un ahora que pueda alimentar
futuros,
como el pan en la boca de las personas pequeñas,
para que sus sueños no reflejen
la muerte de los nuestros:
Para aquellas personas de nosotras
que fuimos marcadas por la impronta del miedo,
esa línea leve del centro de nuestras frentes,
de cuando aprendimos a temer mamando de nuestras madres
porque con este arma,
esta ilusión de que podría existir un lugar seguro,
los pies de plomo esperaban silenciarnos.
Para todas nosotras personas,
este instante y este triunfo
supuestamente, no sobreviviríamos.
Y cuando el sol amanece tememos
que no permanezca en el cielo,
cuando el sol se pone tememos
que no vuelva a salir al alba,
cuando nuestro estómago está lleno tememos
el empacho,
cuando está vacío tememos
no volver a comer jamás,
cuando nos aman tememos
que el amor desaparezca,
cuando estamos en soledad tememos
no volver a encontrar el amor,
y cuando hablamos
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos.


[1] Festival Mulita en Resistencia, abril de 2018.

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