La poesía como una forma de la empatía
por Claudia Masín
Cuando me invitó a este
Festival, Mariano Quirós me pidió
que abriera este encuentro hablando de lo que quisiera. Inmediatamente se me
ocurrió de qué quería hablar. Quería hablar de la empatía. De las relaciones
entre la poesía y esa capacidad tan rara, tan extraordinaria, que puede hacer
que los seres humanos, por lo general tan autocentrados, nos salgamos de
nosotros mismos, nos convirtamos –al menos por un rato- en otro, en algo o
alguien distinto. Fíjense en algunas de las definiciones de empatía:
“Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella,
generalmente en los sentimientos de otra persona.” Participación afectiva. Nada
menos. Participar en los afectos, en aquello que siente alguien que no soy yo.
Otra definición que encontré es menos ambiciosa: “La empatía es la intención de
comprender los sentimientos y emociones de otra persona.” La intención. Me
conmovió esa palabra. Porque hace foco en un elemento: la empatía no es natural
ni dada. Es difícil. Es algo a lograr. Requiere un esfuerzo, una intención
consciente. Recién a partir de esa intención es que –con suerte- podremos
lograr esa participación afectiva de la que habla la primera definición, mucho
más optimista, por cierto. La empatía está, a mi juicio, en directa relación
con otra capacidad, la de la compasión. No la compasión entendida como gesto
paternalista o condescendiente, no la prerrogativa del privilegiado ante aquel
menos afortunado, no. La compasión como gesto revolucionario: como la actitud
de un ser vulnerable, sometido a la enfermedad, al dolor y a la muerte, ante
otro ser en las mismas condiciones. La compasión, precisamente, como lo opuesto
a la fantasía de ser indestructibles, de estar a salvo, porque ¿quién es
indestructible, quién está a salvo? Escribe John Berger: La compasión no tiene
lugar en el orden natural del mundo, que opera sobre la base de la necesidad.
Las leyes de la necesidad son tan inexorables como las de la gravedad. La
facultad humana de la compasión se opone a este orden, y por consiguiente, es
mejor considerar que hasta cierto punto es sobrenatural. Olvidarse de uno
mismo, por más brevemente que sea, identificarse con un desconocido hasta el
punto de reconocerlo, supone desafiar la necesidad, y este desafío, aunque sea
mínimo y callado (…) entraña una fuerza que no se puede calibrar según los
límites del orden natural. No es un medio y no tiene fin” Es decir, la
compasión no tiene nada que ver con lo natural, con lo dado: es sobrenatural,
es revolucionaria. Modifica nuestro mundo y el de aquellos con los que entramos
en contacto. Crea la posibilidad de un vínculo con el otro que no esté montado
en la propia supervivencia, en el propio interés, en la voracidad y el egoísmo
del yo. ¿Y qué tiene todo esto que ver con la escritura, y particularmente con
la escritura de poesía? Lo que les quiero proponer es pensar a la literatura, y
en especial a la poesía, como ese terreno sobrenatural que rompe con los
mandatos, no sólo los culturales: los de la especie misma. La empatía y la
compasión son, a mi juicio, la condición de posibilidad de la escritura
poética. Uno de los ejes, creo, de la escritura poética, es la operación por la
cual resultan abolidas en ella las “jerarquías” –lo que nos es presentado desde
muy temprano en la vida como lo digno de amor, lo merecedor de rechazo, lo
importante, lo inútil, lo feo, lo bello-. Pero hay otra posibilidad que abre el
discurso poético: la de fusionarnos con lo mirado hasta confundir los límites
entre el yo y lo otro, hasta volvernos indiscernibles de lo que ha sido visto,
tocado, oído, experimentado a través de los sensorialidad. La materia ajena –la
animada, la inanimada- desde esta perspectiva podría dejar de ser ese bloque
rígido, impenetrable, con el que no podemos establecer verdadera intimidad,
sino que se convertiría en traspasable, con esa potestad que tiene la palabra
poética para desafiar lo convencionalmente aceptado como imposible. Escribe
Bachelard: “la imaginación no es otra cosa que el sujeto transportado dentro de
las cosas”. Yo agregaría que existe otro movimiento, más poderoso incluso que el
de la imaginación, aunque está sostenido por ella, que tiene que ver con esa
fusión de la que hablaba. Ya no verse transportado dentro de las cosas sino ser
una con ellas: esa operación del lenguaje y de la sensibilidad que realiza Juan
L. Ortiz volviéndose él mismo líquido para poder ser atravesado por el río. Esa
es, para mí, la materia sensible que toma cuerpo en el poema: la que tiene la
capacidad –y el deseo- de volverse contra sí misma, no para aniquilarse sino
para transmutar, para salir de su caparazón, para tener la experiencia
sensorial de otro ser. Yo creo que la base de la compasión, como la de la
poesía, es la imaginación. La imaginación, escribe el poeta Percy B. Shelley en
su famosa Defensa de la poesía,
“amplía la mente misma convirtiéndola en el receptáculo de un millar de
combinaciones subliminales del pensamiento. La poesía levanta el velo que cubre
la belleza oculta del mundo y hace aparecer los objetos familiares como si no
lo fueran. El gran secreto de la moral es el Amor, o bien un salir de nuestra
propia naturaleza para identificarnos con la belleza que existe en un
pensamiento, acción o persona ajenos. Un hombre, para ser excelso, debe
imaginar intensa y comprehensivamente, debe ponerse a sí mismo en el lugar de
otro y de muchos otros, debe aceptar como propios los placeres y dolores de
toda su especie. El gran instrumento del bien moral es la imaginación”. El gran
secreto de la moral es el amor, escribe Shelley (aquí me permitiría el
sacrilegio de corregir a Shelley, yo hablaría de ética, en el sentido de que la
ética no proviene del exterior, de los mandatos adquiridos, sino del interior
del sujeto). Entonces, toda poética implicaría una ética: el origen de la
palabra ética es precioso, viene del griego “Ethos”, que significa “morada”,
“lugar donde se vive”. Y la poesía construye esa ética, esa morada, a partir,
siempre, de los otros. Escribe Diana Bellessi en La pequeña voz del mundo: “Hondo en los otros, nos encontramos a
nosotros mismos, hondo en nosotros mismos, encontramos a los otros. Ese parece
ser el saber de la poesía”. Y en otro fragmento: “Cada uno de nosotros sabe que
nada somos sin los otros y que la vida es breve y no nos deja llevarnos nada al
otro lado salvo el mérito, es decir, el haberlo intentado. Y nada nos asegura
la verdad pero el rostro del otro nos confirma si lo hemos sostenido o negado.
Siempre es política la poesía”. Y en una entrevista a la revista Confines, insiste sobre esta idea: “Si
vos escribís un poema de amor estás escribiendo un poema político, porque
cómo vas a leer el amor sino desde un contexto social e histórico, desde una
cartografía de relaciones que emergen de pautas culturales específicas a su
vez enraizadas en factores económicos de poder y de control. No hay nada que
puedas tocar sin que eso esté presente. Todo es visto a través de ese velo.
Es impensable vivir sin vivir con los otros, y es imposible pensar en una
subjetividad que no se construya atada, sujeta a su tiempo y a los demás; por
lo tanto es impensable una escritura producida fuera de un complejo espacio
social, y no atravesada en todas sus instancias por el mismo.” Diana también
habla del intento que todo gesto de empatía entraña, de ese esfuerzo por tocar
al otro, por dejarnos tocar por él, por dejarnos afectar, por sostenerlo y ser
sostenidos por él.
En tiempos como este, en
el cual todas y cada una de las palabras que tomé como eje de este escrito
están siendo sometidas –desde el discurso dominante- a un constante y
consciente trabajo de demolición (empatía, compasión, política) me parece más
necesario que nunca volver a traerlas al centro de la escena. Y eso, y no otra
cosa, es lo que hace la poesía. Desnaturalizar los discursos cristalizados, los
que dicta el sentido común, poner en cuestión las certezas de la sociedad en
que vivimos, abrir el espacio para la pregunta y el misterio ahí donde hay una
respuesta única y monolítica. Y por sobre todas las cosas, lo que hace la
poesía –o lo que sería deseable que haga- es escuchar la voz del otro, de los
otros, principalmente de aquellos y aquellas que no tienen lugar en el
ordenamiento social en que vivimos, de aquellos y aquellas invisibilizados,
considerados como restos, como desechos, por ser improductivos, por ser
ineficientes, por resultar inútiles desde el punto de vista de la circulación
de los bienes, de la generación de la riqueza, por resultar una amenaza para
ese ordenamiento, por la razón que sea: su género, su origen étnico, su
elección sexual, sus ideas políticas. Ellos y ellas son el corazón de la
poesía, porque –como la poesía misma- con su sola existencia desafían los
parámetros injustos y perversos que muchas veces tendemos a aceptar, a acatar,
a tomar por válidos y ciertos. No estoy hablando de “recuperar” la voz de
otros, en el sentido de hacer oír, a partir de los propios textos, a los que ya
no tienen o nunca tuvieron voz, a los que no pudieron hacerse escuchar. Eso
sería un ejercicio de condescendencia: suponer que quien escribe puede
arrogarse la facultad de hablar por otro, cuando en realidad se trata más bien
de lo contrario, de dejarse tomar, invadir, por la voz ajena, de escuchar, de
ser hablados por ella.
Nuevamente recurro a
Shelley: “Nunca resulta tan deseable el cultivo de la poesía como en períodos
en los que, debido a un exceso de egoísmo y cálculo, la acumulación de
materiales de la vida externa supera la capacidad de asimilarlos de acuerdo con
las leyes internas de la naturaleza humana.” Parece escrito ayer, ¿no? Pero
Shelley nació en 1792.
Sin embargo, ya entonces
nos iluminaba acerca de algo que a veces seguimos olvidando: si la poesía no es
desobediencia, si no es cuestionamiento de lo dado, no es nada. O mejor dicho,
es otra herramienta de alienación, de sometimiento, mera repetición del
discurso del Amo, o digámoslo claramente: mero palabrerío que sostiene un
edificio ya suficientemente provisto de discursos que lo sostengan. Escuchemos
estos dos poemas de la poeta norteamericana Sharon Olds. Creo que dicen mucho
más claramente, y con mucha más belleza, desde ya, lo que estoy intentando
decir acerca de la empatía, de la posibilidad de fusionarse con el otro, de la
desnaturalización de los discursos dominantes que produce la poesía. En los dos
hay un ejercicio de imaginación ligado a un desconocido. En el primero, el
desconocido es un joven negro con el cual se cruza en el subte y su primer
pensamiento está ligado al prejuicio: teme ser robada o lastimada por él. En el
segundo, el desconocido es su propio padre antes de que ella misma –la poeta
que escribe el texto- existiera: su propio padre cuando era un niño.
En el
subte
El chico y yo estamos cara a cara.
Sus pies son enormes, dentro de las zapatillas
negras
atadas con cordones blancos que forman un
entramado complejo como un
conjunto de cicatrices intencionales. Estamos
arraigados a
lados opuestos del vagón, una pareja de
moléculas adheridas a una barra de luz
moviéndose rápidamente a través de la oscuridad.
Él tiene la
mirada fría y casual de un ratero,
alerta debajo de los párpados entrecerrados.
Viste
de rojo, como el interior del cuerpo
expuesto. Yo llevo un abrigo de piel oscura, la
piel entera de un animal tomada y
usada. Miro su cara implacable,
él mira mi abrigo de piel, y no
sé si estoy en su poder ─
él podría quitarme el abrigo con tanta facilidad,
el
maletín, la vida ─
o si es él quien está en mi poder, la forma en
que estoy
viviendo su vida, comiendo la carne
que él no come, como si le sacara
la comida de la boca. Y él es negro
y yo soy blanca, y sin intención ni
propósito debo aprovecharme de su oscuridad,
de la misma manera en que él absorbe las vigas
asesinas del
corazón de la nación, como el algodón negro
absorbe el calor del sol y lo retiene. No hay
manera de saber lo fácil que
me hace la vida esta piel blanca,
esta vida que él podría quitarme con tanta
facilidad
quebrándola contra su rodilla como un palo así
como
quiebran su espalda, la
vara de su alma que cuando nació era oscura y
líquida y rica como un brote
listo para impulsarse hacia cualquier luz
disponible.
Poema
tardío a mi padre
De pronto pensé en ti
de chico en esa casa, los cuartos sin luz
y la chimenea caliente con el hombre frente a
ella,
silencioso. Te movías a través del aire pesado
en tu belleza, un niño de siete años,
indefenso, inteligente, había cosas que el hombre
hacía a tu lado, y era tu padre,
el molde del que estaba hecho. Abajo en el
sótanos, los barriles de manzanas dulces,
recogidas del árbol bien maduras, se pudrían y
se pudrían, y más allá de la puerta del sótano
el arroyo corría y corría, y algo no te fue
dado, o algo te fue
quitado, algo con lo que habías nacido, de modo
que
aún a los 30 y 40 te llevabas
cada noche la medicina aceitosa a los labios para
que te ayudara
a caer en la inconsciencia. Siempre pensé que
el punto era lo que nos hiciste a nosotros
como hombre grande, pero después recordé a aquel
niño formándose delante del fuego, los
pequeños huesos dentro de su alma
retorcidos y rotos desde el tallo, los pequeños
tendones que sujetaban el corazón en su lugar
se quebraron. Y lo que te hicieron
tú no me lo hiciste. Cuando te amo ahora,
me gusta pensar que le estoy dando mi amor
directamente a ese niño en el cuarto del fuego,
como si pudiera llegarle a tiempo.
En estos dos poemas
conmovedores, Olds anula las convenciones, las destroza, en primer lugar las
convenciones de tiempo y de espacio, los poemas transcurren en una escena, real
o imaginada, pero también transcurren en una temporalidad suspendida, en un
escenario desconocido: el tiempo, el espacio donde se sucede la vida de otra
persona. Estos poemas logran –como solo la poesía puede lograrlo- lo imposible:
entrar en la vida de esa otra persona sin abandonar la propia, es decir,
consigue alcanzar un grado asombroso de empatía, eso que nombrábamos al
principio como la “Participación afectiva de una persona en una realidad ajena
a ella, generalmente en los sentimientos de esa otra persona.” Y en estos
poemas se produce también, y con esta idea quiero terminar, otra de las
operaciones alquímicas que produce la poesía: transformar –como dice el
budismo- el veneno en medicina. Hay un gesto de restitución. Comprendiendo la
vida del otro, entrando en ella es posible deponer el odio, el miedo, el
desprecio, la distancia que separa. Es posible reparar lo roto y volver a la
vida lo que creíamos destruido. Pero para que ese movimiento de reparación sea
posible es necesario el coraje de mirar al otro, de escuchar al otro, y no solo
de mirarlo, de escucharlo, de animarnos a entrar en su dolor y descubrir una
cosa que puede cambiarnos la vida: su dolor no es diferente del nuestro.
Quizás, incluso, su dolor es mucho más intenso aunque no se muestre ni se diga.
Quiero terminar este texto con otro poema, se llama “Letanía de la
supervivencia”, es de la poeta Audre Lorde y es un llamado a seguir hablando, a
seguir escribiendo, en tiempos donde las voces disidentes son acalladas
mediante la censura, la persecución o la muerte. Dedico la lectura de este
poema a Santiago Maldonado, a Rafael Nahuel y a todos y todas los que mueren
cada día en nuestro país porque el Estado ha decretado que es tiempo de cacería
y que es legal y necesaria la muerte de los más vulnerables, de los menos
favorecidos.
Letanía de la supervivencia
Para aquellas personas
que vivimos en la orilla
sobre el filo constante
de la decisión,
cruciales y solas,
para quienes no podemos
abandonarnos
al sueño de la elección,
a quienes amamos en los
umbrales,
mientras vamos y
volvemos,
en las horas entre
amaneceres,
mirando hacia dentro y
hacia fuera,
al tiempo antes y
después,
buscando un ahora que
pueda alimentar
futuros,
como el pan en la boca de
las personas pequeñas,
para que sus sueños no
reflejen
la muerte de los
nuestros:
Para aquellas personas de
nosotras
que fuimos marcadas por
la impronta del miedo,
esa línea leve del centro
de nuestras frentes,
de cuando aprendimos a
temer mamando de nuestras madres
porque con este arma,
esta ilusión de que
podría existir un lugar seguro,
los pies de plomo
esperaban silenciarnos.
Para todas nosotras
personas,
este instante y este
triunfo
supuestamente, no
sobreviviríamos.
Y cuando el sol amanece
tememos
que no permanezca en el
cielo,
cuando el sol se pone
tememos
que no vuelva a salir al
alba,
cuando nuestro estómago
está lleno tememos
el empacho,
cuando está vacío tememos
no volver a comer jamás,
cuando nos aman tememos
que el amor desaparezca,
cuando estamos en soledad
tememos
no volver a encontrar el
amor,
y cuando hablamos
tememos que nuestras
palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que
sobreviviéramos.
Festival Mulita en Resistencia, abril de
2018.
Etiquetas: notas, pensamientos, poemas